Ganar, ¿Para qué, quién lo contará?

Sus palabras hieren como el bisturí de cuatro filos del poeta Federico García Lorca. Hay en ellas cicatrices imborrables de dolores que saltan desde sus bocas y llegan como certeros disparos a los medios de comunicación.
Esos mensajes no viajan solos. Son conjugados por verbos de quejas y amargos sabores, porque “nosotros lo hemos ganado casi todo, pero no se le da importancia a nuestras victorias. Ellos, que todavía no han ganado nada, sí son bien atendidos. Ellos sí…”.
“Ellos” son el fútbol, y los que alzan sus voces con mensajes agrios son los jugadores de baloncesto. Triunfadores de América, y con cinco campeonatos mundiales vividos, no han tenido la publicidad ni la cobertura mediática que creen merecida. El fútbol, entretanto, influido por los canales internacionales, sí siente su omnipresencia y sobrevaluación. Es un proceso de emulación: los periodistas venezolanos quisieran tener a un jugador de gran calado en el país, como esos que diariamente son promocionados por los canales internacionales. Un equivalente que, por mucho que se desee, aún no aparece.
El baloncesto argumenta y defiende, en sus deseos de emancipación, sus logros no cabalmente representados, y a lo mejor pronto oiremos a las jovencitas del voleibol, campeonas suramericanas Sub-17, quejarse de la misma manera. Los lamentos de los muchachos de las cestas, viéndolo bien, tampoco son “la bomba de Hiroshima”, ni menos “el gran hongo de megatones”, porque ellos también se alegran de las victorias del fútbol y desearon con todas sus ganas que clasificara al repechaje.
Los jugadores de basquet no mencionan en sus proclamas de desconsuelo al beisbol, el deporte que controla a todo evento la información de los medios nacionales; le reconocen su valor como la única actividad nacional que pertenece al primer nivel mundial. Los batazos rompegradas de Eugenio Suárez y Ronald Acuña, las habilidades en el home de José Altuve y Luis Arráez, los lanzamientos de fuego vivo de Jesús Luzardo, son vistos con admiración y en la lejanía de sus posibilidades. Por eso enfilan sus cargas emotivas hacia el fútbol, hacia un juego que no consigue aún el vuelo de águila que sí ha logrado su deporte.
No obstante, su pedido de justicia no tiene tampoco la rebeldía de un potro indómito. Saben que la desatención no es falta de respeto ni desconsideración: solo descuido, falta de costumbre y la necesidad de plantearse otra vez las cosas. En el fondo de los fondos es un clamor de algo que consideran maltratado, con ciertos matices de olvido, y que por ello siguen considerando su pregón como un acto de legítima defensa.
Al final, si no hay quien lo propague, si no hay quien le diga a la gente todos sus afanes en las canchas, los denodados esfuerzos para engarzar las cestas de tres puntos y defender su zona hasta desgarrarse las camisetas, ¿para qué servirá ganar?
Pasiones de tres colores
El venezolano, por tradición deportiva, va al beisbol un día y al otro al baloncesto o al fútbol. Tendrá sus preferencias, pero no las manifiesta abiertamente; elige indistintamente un diamante con guantes y bates, un tabloncillo con tableros o un campo con balones para ligar a sus equipos, y cumple con el hecho gregario para unirse en comunión cuando el que juega es Venezuela.
Por eso vive alejado de pasiones y recelos, porque antes que nada está su esparcimiento y su venezolanidad al respaldar al conjunto que lleve en el uniforme la bandera de tres colores. Apuntaló con el alma a la Vinotinto en el partido definitivo ante Colombia y a la selección de basquet en los torneos internacionales. Pronto, en marzo, aparecerá en el horizonte el Clásico Mundial, y ya nos imaginamos a la gente, con la gorra y la “V”, dando los batazos de la grandeza.
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